Unos conocieron el bar en directo, in situ. Otros a través de la lectura del libro "Noches de BV80" de Valtueña. A muchos les suena por el tema "Negativo" de Bunbury (las noches del BV80 escapando a tocar...). También hay algunos que piensan que todavía existe. Sea como fuere, el bar BV80 vive. Es nuestro deseo que así sea. Por eso convocamos este concurso. ¡Échale imaginación y participa!

jueves, 28 de marzo de 2013

4. Yo siento tus amarras como garfios


Una noche en el BV80 con Chavela Vargas
Autor: Leo Gollancz
Subtítulo: Yo siento tus amarras como garfios

Estaba bien jodido y el ruido del motor me hería como una lanza en el pecho. En plena ruta vi una ciudad plana, asolada por el viento en medio de la nada. Me desvié para descansar y olvidarme de la sangre derramada. Dejé el coche en un callejón estrecho y vi un local que prometía refugio y olvido. BV80, qué importaba el nombre. Entré y vi que era el único cliente.

Un camarero insólito, un hombre como venido del infierno, me miró de arriba abajo. Seguro que a pistoletazos hubiéramos pasado un buen rato hasta destruirnos por completo el uno al otro pero, súbitamente, sin haberlo previsto, me mostró una sonrisa socarrona y esperó a que me acercara a la barra.

Con el mínimo esfuerzo le pedí cerveza y sin mediar comentario alguno me puso la Coronita como si me hubiera leído el subconsciente. La figura del camarero psicólogo me había fascinado siempre, pero aquel puto día de mierda nada podía fascinarme y le ignoré por completo. Cualquier movimiento en falso hubiera resquebrajado los cristales del ridículo escenario de nuestras vidas, así que permanecimos muy quietos. Hombres inteligentes. Bebí y me hundí en la presunción de que aquello no acabaría bien.

Como una bomba en medio de la oscuridad cayó una canción de Chavela. Yo era un criminal que sabe llorar y, rápidamente, muy rápidamente, dejé caer unas lágrimas. Soledad. En el pueblo sólo existe un silencio conventual. Los arroyos están secos…

La mano me tembló y así la botella con fuerza para contener la desesperación. Me sentí el último hombre del mundo y apuré de un golpe el contenido. Como sonámbulo, el camarero volvió levitando frente a mí. Una fugaz mirada a sus ojos de obsidiana dejó claro que había que seguir amablemente. Pedí otra cerveza, casi sin voz, y él me atendió impasible.

Fuera, el calor de agosto era inmenso. Se colaba el bochorno hasta mis pies y sentía como me estaba socarrando de abajo arriba como un pollo a l'ast. Me mostré tranquilo porque mi corazón ya estaba negro de tanto fumar y hacer el mal. Apalanqué bien las camperas en el taburete y seguí bebiendo mientras Chavela me clavaba con saña los clavos a la cruz: Siempre caigo en los mismos errores…

Entró una mujer en el bar y dijo un hola que carecía completamente de sentido y de decoro. Era bella y desastrada, lista para ser metabolizada sin el mínimo esfuerzo. Sentí ganas de trincharla de un golpe pero las guitarras me devolvieron la calma y conseguí atemperarme. El camarero tampoco estuvo muy amable y con un gesto liviano consiguió que aquel santuario recobrara su sagrada paz. La mujer salió rápidamente de escena.

Oí de fondo el roce de la aguja del tocadiscos sobre el vinilo gastado de La Noche de mi Mal y me sentí más vacío que nunca. ¿Cómo iba a matar mañana al banquero en Madrid? Ahora me perseguía la bofia por el crimen de Barcelona. Putos banqueros. Era un tema mío, personal, una cuestión ética. Lo hice en plena calle, a la vista de todo el mundo, a bocajarro, como a mí me gusta más, meándome a los matones en su cara, saliendo por piernas como cuando de chaval robaba discos en el Corte Inglés. Un clásico.

Por un segundo me sentí satisfecho. Con orgullo levanté la botella y miré al camarero. De un rincón oscuro emergió su mano pacífica celebrando el detalle. Al poco lo tuve delante. Otra vez a brindar con extraños… La voz de Chavela era de nuevo implacable.

—Tienes que irte ya —me dijo aguantándose la mala leche.

—No me toques los güevos que ya sabes que yo no me ando con ostias.

La obsidiana brilló más negra que nunca en su cara pero el tipo adivinó que mi cerveza era sagrada. No hubo tiempo para más.

Dos imbéciles entraron en el bar, se parapetaron y se pusieron a gritar como poseídos ¡Quieto, policía, las manos sobre la barra!

El camarero sacó un arma e hizo un gesto ágil, serpenteante, idéntico al mío. Disparamos ambos con una rapidez inverosímil y los desgraciados que teníamos delante cayeron al suelo como sacos de patatas.

Donde no haya justicia, leyes ni nada… cantaba Chavela con suave acento mejicano y una rabia afectada.

Seguro que en Zaragoza habría algún Tarantino capaz de enviarnos un técnico para limpiar todo aquello sin dejar rastro. El negro me miró relajado, casi contento. Adiviné que no tendría que preocuparme. Bebí lo que me quedaba y pagué religiosamente. Bonito local, le dije antes de marcharme.

Yo siento tus amarras como garfios…


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