Unos conocieron el bar en directo, in situ. Otros a través de la lectura del libro "Noches de BV80" de Valtueña. A muchos les suena por el tema "Negativo" de Bunbury (las noches del BV80 escapando a tocar...). También hay algunos que piensan que todavía existe. Sea como fuere, el bar BV80 vive. Es nuestro deseo que así sea. Por eso convocamos este concurso. ¡Échale imaginación y participa!

miércoles, 10 de abril de 2013

5. Danzón, jota y fandango


Una noche en el BV80 con Chavela Vargas
Autor: Yolif
Subtítulo: Danzón, jota y fandango

Había sido un día de esos en que parece que las cosas están todas fuera de su sitio. El chico se había levantado con fiebre, la mujer tenía una entrevista de trabajo y mi suegra refunfuñó por venir a cuidarlo. En el curro, el jefe andaba de un humor de demonios y mi máquina se había estropeado, haciéndome perder casi todo el día. Por eso, antes de volver a casa, decidí entrar al BV80 a echar una cerveza. Al menos me distraería un rato con la fauna de chavales que pululaban por allí, los del teatro o los del ruido de batería.

Al entrar, sin embargo, me encontré un panorama bien distinto: una india auténtica, con su poncho rojo, rasgueaba con ritmo una guitarra española. Al principio no entendí la letra: “Ponme la mano aquí...” ¿qué? Pero su voz, aún joven, era potente, limpia y fuerte. Tenía garra. Entonces sí entendí lo que cantaba:

las cañas azucareras
se echaban por el camino
para que tú las molieras
como si fueses molino

Me vino a la cabeza el recuerdo de mi abuelo, el de Santa Eulalia, que trabajó en la azucarera toda su vida. Aquella letra podría bien haber sido de una jota de las que él cantaba. Sin embargo, el ritmo dulce de aquellos dedos tocaba un son americano, largo y repetido, un danzón, nombró, antes de que su voz, súbitamente, se rompiese en sollozo, en alma herida desde la entraña, derramando palabras que no entendía, como aquel “macorina” que tenía que poner la mano “aquí”. ¿Sería un nombre, Macorina?

Desgarró un par de canciones más, incluso cuando el otro cliente que sujetaba la barra pagó y se marchó. Nos quedamos solos el dueño, la mujer india de ojos rasgados, y yo. Le aplaudí. Me miró como saliendo de un trance, con una sonrisa amplia. Apoyó la guitarra en una silla con cuidado y se vino a mi lado. Sin preguntar, el jefe le puso una cerveza. Probablemente las cosas seguían fuera de su sitio, porque, sin pensarlo, le alcancé una servilleta y le pedí que me escribiera lo de las cañas azucareras. Y, a continuación, me aclaré la garganta y –no se me da mal, que conste– a pelo, la canté como una jota:

Se echaban por el camino

Las cañas azucareras

Se echaban por el camino
Para que tú las molieras
Como si fueses molino

Como si fueses molino

Las cañas azucareras

Si el jefe no hubiera puesto otra cerveza en la barra, a mi espalda, me habría asustado cuando la mano morena alcanzó la servilleta. Sin hablar, un gitano de rizos negros se fue para el escenario, tomó con dulzura la guitarra, se sentó en la silla y marcó un ritmo con el tacón y la puntera del zapato, acariciando las cuerdas con dedos afilados. Comenzó el punteo de un fandango y supe que había perdido también aquella guerra: los ojos achinados de la india se arrasaron cuando improvisó el primer verso de la quintilla.

Que por tu cuerpo moreno
Las cañas azucareras
Se echaban por el camino
Para que tú las molieras
Como si fueses molino

El erótico embrujo del cante jondo me hizo recordar que mi mujer (y el niño) me esperaban en casa. Que no es lo mismo la caña que la remolacha, vamos. Y que habría que poner las cosas en su sitio. Eché un billete para pagar la ronda y, sin esperar el cambio, salí del BV80. Una luna descolocada con la sonrisa de medio lado me acompañó alumbrando los adoquines sueltos de la calle.

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