Unos conocieron el bar en directo, in situ. Otros a través de la lectura del libro "Noches de BV80" de Valtueña. A muchos les suena por el tema "Negativo" de Bunbury (las noches del BV80 escapando a tocar...). También hay algunos que piensan que todavía existe. Sea como fuere, el bar BV80 vive. Es nuestro deseo que así sea. Por eso convocamos este concurso. ¡Échale imaginación y participa!

viernes, 8 de marzo de 2013

2. Paloma negra


Una noche en el BV80 con Chavela Vargas
Autor: Roñas [España]
Subtítulo: Paloma Negra

Siempre creí que para convertirse en una leyenda del rock había que morir joven y dejar un bonito cadáver. A menudo fantaseaba con una muerte épica para pervivir en la posteridad. Solía imaginarme ese instante como algo glorioso y sublime, una fracción de segundo en la que la vida se desliza por tus ojos.

En ocasiones venían a mi cabeza las imágenes de Jim Morrison, Bob Marley y Janis Joplin. Artistas que nos dejaron huérfanos a una edad temprana. Por aquel entonces sus tumbas se habían transformado en templos de peregrinaje, citas ineludibles para los nostálgicos que acudían en masa a rendirles tributo.

A principios de los ochenta yo tocaba la guitarra y componía canciones con la ilusión de un principiante en un grupo que recorría la geografía española de un garito a otro igual que si fuéramos vagabundos errantes. Nos hacíamos llamar El aullido del siamés y montados en una vieja furgoneta viajábamos de ciudad en ciudad. El país estaba asistiendo a una revolución cultural sin precedentes. Las tendencias artísticas se habían adueñando de las calles y los bares eran lugares de referencia en los que se canalizaban las inquietudes de cantantes, poetas, escritores y pintores que soñaban con cambiar el mundo y demostrar su arte en un clima de libertad.

Me encontraba en Zaragoza, en el BV80, porque esa noche íbamos a ser los teloneros de una cantautora mexicana. Lo primero que me llamó la atención de Chavela Vargas fueron sus ojos oscuros como el alquitrán. Su piel se hallaba surcada de arrugas, tenía el pelo cano y corto y rondaba los sesenta. Vestía igual que un hombre, llevaba un gabán rojo del que jamás se desprendía como si la prenda fuese una prolongación de sí misma. En sus manos sostenía un cigarrillo y sobre la barra descansaba un vaso de whisky. Bebía sin prisa y las palabras fluían por su boca del mismo modo que las balas al disparar una metralleta.

—¡Te pareces a Rod Hudson, pendejo! —me dijo con una voz rasgada—. Yo le conocí ¿sabes? Fue en la boda de Elizabeth Taylor y Mike Todd. Y también a Debbie Reynold, Ava Gardner y Grace Kelly. ¡Oh, la dulce Grace! Hasta compuse una canción para ella.

Al ver a aquella señora pensé en los mitos de mi niñez. Yo no deseaba alcanzar su edad. Había fijado mi muerte a los treinta y tres, igual que muchas estrellas del rock. Era una buena edad para abandonar este mundo. Después solo me esperaba un camino tortuoso hacia la vejez, el olvido y la decrepitud.

Aunque digan que los viejos rockeros nunca mueren no es cierto. Nadie recuerda a un anciano sobre un escenario. Todo el mundo tiene una fecha de caducidad. Existe un tiempo y un lugar y las leyes físicas no perdonan. Yo ya había decido que en cuatro años pondría fin a todo. Quizá de una sobredosis, de un tiro en la cabeza o estrellando mi coche contra una pared.

—Aún eres muy joven —me dijo —. Tienes muchas cosas que aprender. La vida de un cantante es como una carrera de fondo. Ésta es la mejor parte del trayecto. Estar aquí en el BV80, sentir el contacto de la gente, notar el calor del público. No hay nada equiparable a eso. Siempre he tratado de ser yo misma, sin permitir que las discográficas dirigieran mi carrera. Porque los productores te pervierten, te corrompen y te prostituyen. ¡Te joden, si pueden! Una vez que entras en el juego de la industria desean explotar tu voz y sacar el máximo beneficio. Pero eso no es música, es producción en serie. ¿Sabes por qué me subo a un escenario, muchacho?

—No.

—Para olvidar al hombre que bebía. Yo amaba a José Alfredo Jiménez, mi padrino, mi amigo. Solíamos irnos de parranda todas las noches. Borrachera tras borrachera, recorríamos los tugurios de México DF hasta que un día me lo arrebataron. Durante meses pasó por mi cabeza la idea de suicidarme, de acabar con esta farsa, pero sabes lo que me lo impidió.

Negué con la cabeza.

—Cuando canto las amarguras son menos amargas y si mi voz sirve para hacer más llevadera la vida a muchas personas lo seguiré haciendo hasta el día en que Dios me lleve —me confesó entre lágrimas.

Han transcurrido más de treinta años desde aquella noche en el BV80 con la dulce Chavela y cada vez que se encienden las luces, suenan los primeros acordes y el público jalea mis canciones me acuerdo de sus palabras. Evoco su figura recortada a contraluz y aquella forma de cantar descarada que emulaba a los hombres. Hace unos minutos que lo acaban de comunicar en las noticias. La gran Chavela se ha ido para siempre y ya lo noto en el aire, lo siento en mi alma… Las amarguras vuelven a ser mucho más amargas.

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