Unos conocieron el bar en directo, in situ. Otros a través de la lectura del libro "Noches de BV80" de Valtueña. A muchos les suena por el tema "Negativo" de Bunbury (las noches del BV80 escapando a tocar...). También hay algunos que piensan que todavía existe. Sea como fuere, el bar BV80 vive. Es nuestro deseo que así sea. Por eso convocamos este concurso. ¡Échale imaginación y participa!

domingo, 5 de agosto de 2012

5. La prima Mariví


Una noche en el BV80 con Victoria Abril
Autor: Dies Irae
Subtítulo: La prima Mariví

No terminaba de entrar el calor del verano cuando se murió de repente la abuela, un sábado, y mamá se vio en la obligación de llamar a la tía Elvira, con quien llevaba años sin hablarse. Unos minutos después, tan sólo la humedad de las lágrimas recorría las líneas telefónicas. Mi tía y mi prima llegarían en el correo de la noche.

Por la tapia del corral asomó la cabeza de Patuda. Le hice un gesto y saltó dentro. Nos sentamos detrás del pozo; sacó un cigarrillo y una caja de mixtos. Lo encendió con profesionalidad de vaquero cinematográfico.

–Viene mi prima –dije cuando me lo pasó. Aspiré y expulsé el humo despacio, esperando su reacción, sin mirarle. Como no decía nada, le tendí de nuevo el pitillo y, entonces sí, me giré hacia él.

–Ni me recordará –susurró al fin.

–A ti no, pero quizá se acuerde de tu hermano.

Creí que me iba a pegar, pero ya éramos demasiado grandes para eso. Y aunque la túnica se nos había quedado corta, nos obligaron a ir de monaguillos en el entierro, Patuda con el incienso y yo con el crucifijo. La tía, lloro va, llanto viene, decidió quedarse unos días. Estuve pendiente de la colada y no, las bragas de mi prima no eran de oro: eran pequeñas, con encajes transparentes que trazaban misteriosos dibujos, dos negras, una granate, y me hacían doler todo el cuerpo. Especialmente, algunas de sus partes.

La tarde del jueves, Mariví se acercó por detrás del pozo, sacó un paquete de Marlboro y nos ofreció a los dos. Luego le preguntó a Patuda:

–¿Es verdad que tu hermano tiene un bar en Zaragoza?

–Sí, el Colores –contestó él, enrojeciendo hasta las orejas.

­–Mañana vamos –afirmó. Apagó la colilla al pie de la parra, mostrando un escote moreno pero no demasiado abundante. –Los tres –añadió, guiñándole el ojo.

Cuando llegamos, el Patuda mayor charlaba con una pareja de clientes en la barra. Siempre había sido un hombre de mundo: besó a Mariví como si la viese todos los días y a mí me dio veinte duros en monedas y me dijo:

–Andad a jugar a la máquina.

Luego se la presentó a sus amigos. Bebieron, riéndose como si fuesen colegas de toda la vida, con Miles Davis de fondo. Cuando hice falta por tercera vez, Mariví se levantó y nos pasó un brazo a cada uno por los hombros.

–Vamos a otro garito, a ver lo que valen estos gemelos faranduleros.

Callejeamos los cinco por la Magdalena hasta llegar al BV80. Mariví nos pidió una coca-cola a cada uno y desapareció por unos oscuros adentros con ellos. Nosotros dimos una vuelta por el local, que ya se animaba, contemplando los cuadros que colgaban de las paredes; de la firma sólo podíamos distinguir la V inicial.

–Será la uve de BV80 –dije yo.

–¿Y la be? –inquirió Patuda.

–B de Bernardo.

–O de Bautista.

–O de Bartolo.

Podíamos haber seguido con lo mismo un buen rato, pero se encendieron las luces del escenario y se apagaron las del resto del local. Aparecieron los dos actores, completamente maquillados de blanco y con las cejas exageradas, dibujadas grandes en negro, e interpretaron un diálogo humorístico sobre el servicio militar. Patuda y yo nos reíamos a carcajada limpia cuando salió Mariví, con el entrecejo fruncido igual que su madre y vestida de soldado, la melena ondulada desaparecida dentro del casco verde. Regañó a los actores por tomarse a broma aquello y, poco a poco, fue transformando la bronca en un alegato antimilitarista que borró todas las sonrisas del público, oprimió nuestros corazones y nuestros estómagos e incluso contagió sus lágrimas de dolor entremezclado con rabia a parte del respetable. Yo simulé un ataque de tos; Patuda dejó correr las suyas en silencio. Los aplausos obligaron a Mariví a salir hasta cuatro veces a saludar, y estuvimos casi una hora mirándola firmar posavasos y charlar con los clientes, ya con el vestido, los tacones interminables, los labios rojísimos y la melena al aire. Los gemelos nos llevaron al pueblo en un 850 desvencijado, apretados contra ella en el asiento trasero.

Un año más tarde volvimos a ver a Mariví. En algún momento de La batalla del porro, su cuerpo ocupaba toda la pantalla del cine y Patuda lo soportó en estoico silencio. Le descubrí el mismo gesto de impotencia que a los siete años, cuando aún venían desde Madrid a pasar el verano y la miraba tirarse desde las rocas, como un ángel, hasta la poza del río. Aunque todavía nos faltaban un par de años para quintar, me anunció al salir que hacerse objetor sería su último acto de amor por ella. Y supe que hablaba completamente en serio.

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